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sábado, 5 de noviembre de 2011

El chavo reflejado en la sociedad, o viceversa


Durante una clase de historia, el Profesor Jirafales le pregunta al Chavo qué tuvieron que hacer los aztecas cuando los españoles se instalaron en sus dominios. El niño toma su libro y lee con entusiasmo:
-"Tuvieron que pegarte ¡bruto!"
El Profesor, sorprendido primero, furioso después, corrige, remarcando las palabras:
-"Tuvieron que pagar tri-bu-to".

El Chavo lee mal. No sólo tiene problemas con sus libros de historia, sino también con las historietas y los libros de cuentos. A su vez, para el Chavo las palabras son lo que dicen, exclusivamente, sin sobreentendidos ni metáforas (la Bruja del 71 es una auténtica bruja, con pócimas maléficas y escoba, y no sólo una vieja chismosa). La mala lectura y la extrema literalidad son las bases de su propia lógica. Y con ella desarticula cuanto razonamiento encuentra a su paso.

La vecindad del Chavo está ubicada en un humilde barrio del Distrito Federal de México. Sus habitantes más que amigos son vecinos. Odios, envidias, resentimientos, orgullo y desdén circulan de un personaje a otro, tejiendo la red que los mantiene unidos y que, en muchos casos, constituye el eje de sus vidas. El vecino es el espejo de lo que cada uno no quiere ser, pero que es: pobre, inculto y con escasas posibilidades de revertir su destino. Los personajes adultos responden a estereotipos que vienen heredados de lejos y contra los que no oponen resistencia alguna: la autoritaria ama de casa, la vieja chismosa, el vago y borracho, el profesor engreído y el satisfecho cobrador de rentas. Para ellos la existencia está pautada por una serie de gestos, acciones y palabras que se suceden, una y otra vez, hasta el hartazgo. Incluso, el amor que siente Doña Florinda por el Profesor Jirafales parece la repetición de una telenovela, un mal libreto del que es imposible salir ("¡qué milagro verlo por acá", "no será mucha molestia…" un día tras otro).

En este contexto de conductas prefijadas aparecen los niños. Nada queda en pié con el Chavo y sus amigos, ni los espacios ni el lenguaje ni los símbolos de la autoridad. Si el Señor Barriga recibe un pelotazo que lo tira al piso cada vez que viene a cobrar la renta, tampoco el maestro corre mejor suerte. Cuando Doña Florinda les dice que sólo con el estudio y la lectura podrán parecerse, de grandes, al Profesor Jirafales, los chicos se apresuran a cerrar los libros que estaban leyendo. Ese espejo, indudablemente, resulta aterrador. Pero mientras Quico, la Chilindrina y Ñoño, de una forma u otra, ya empiezan a reflejar los gestos de sus mayores (las picardías de la nena, la superioridad que siente Quico frente a la "chusma" y la ejemplaridad de Ñoño reproducen, sucesivamente, la astucia de don Ramón, el desdén de Doña Florinda y la solvencia del Señor Barriga), es el Chavo el que desestructura, desde la misma base del lenguaje, la vida en la vecindad.

El Chavo no tiene padres ni tutores a la vista; no es un eslabón más de la monstruosa cadena de herencias y de infinitos reflejos. Es un ser único que habita un espacio que, como su barril, rompe la continuidad del mundo construído. La interpretación del lenguaje en su sentido literal provoca una interrupción en el discurso de los otros, que los obliga a recomenzar, una y otra vez. Incluso, cuando intenta descifrar la diferencia entre un término correcto y su mala pronunciación ("¿cómo se dice?…¿y yo cómo dije?… ¿y cómo se dice?…¿y yo
cómo dije?", el Chavo no hace otra cosa que desenmascarar, involuntariamente, siempre involuntariamente, el carácter convencional de las palabras. "¡Es que no me tienen paciencia!" suspira frente a la impotencia y la furia de sus interlocutores. El espacio de la comunicación social queda en un suspenso del que sólo se puede salir con gritos, cachetadas o a través del absurdo.

Pero el Chavo no es un niño rebelde a la autoridad adulta, tampoco un resentido social. Ni siquiera es un chico muy travieso. Y aunque a veces lo parezca, tampoco es tonto. No cuadra en ninguna definición que permita clasificarlo y asimilarlo a la sociedad. Para él, cada encuentro con sus mayores, o con los otros niños, representa la posibilidad de alimentar esta lógica de palabras primeras (de allí su actitud dócil, casi interrogante, lejos de la malicia de la Chilindrina o de la obediencia ciega de Quico). Lógica que, en sus manos, tiene la fuerza de una topadora.
Desposeído, mal lector y fiel a las palabras, al Chavo sólo le queda ser igual a sí mismo. Y esto, con mucha frecuencia, genera violencia en los otros.

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