Libertari@s

martes, 8 de noviembre de 2011

Los solos y los nadies, juntos por un nuevo mundo

Allá arriba pretenden repetir su historia.
Quieren volver a imponernos su calendario de muerte,
su geografía de destrucción.
Cuando no nos despojan de nuestras raíces, las destruyen.
El trabajo nos roban, la fuerza.
Nuestros mundos, la tierra, sus aguas y tesoros, sin gente dejan,
sin vida.
Las ciudades nos persiguen y expulsan.
Los campos mueren y nos mueren.
Y la mentira se convierte en gobiernos y el despojo
arma a sus ejércitos y policías.
En el mundo somos ilegales, indocumentados, indeseados.
Perseguid@s somos.
Mujeres, jóvenes, niños, ancianos mueren en muerte
y mueren en vida.
Y allá arriba predican para abajo la resignación,
la derrota, la claudicación, el abandono.
Acá abajo nos vamos quedando sin nada.
Sólo rabia.
Dignidad tan sólo.
No hay oído para nuestro dolor
como no sea el del que como nosotr@s es.
Nadie somos.
Solos estamos y sólo con nuestra dignidad y con nuestra rabia.
Rabia y dignidad son nuestros puentes, nuestros lenguajes.
Escuchémonos pues, conozcámonos entonces.
Que nuestro coraje crezca y esperanza se haga.
Que la dignidad raíz sea de nuevo y otro mundo nazca.
Hemos visto y escuchado.
Pequeña es nuestra voz para eco ser de esa palabra,
nuestra mirada pequeña para tanta y tan digna rabia.
Vernos, mirarnos, hablarnos, escucharnos hace falta.
Otros somos, otras, lo otro.
Si el mundo no tiene lugar para nosotr@s,
entonces otro mundo hay que hacer.
Sin más herramienta que la rabia,
sin más material que nuestra dignidad.
Falta más encontrarnos, conocernos falta.
Falta lo que falta…

sábado, 5 de noviembre de 2011

El chavo reflejado en la sociedad, o viceversa


Durante una clase de historia, el Profesor Jirafales le pregunta al Chavo qué tuvieron que hacer los aztecas cuando los españoles se instalaron en sus dominios. El niño toma su libro y lee con entusiasmo:
-"Tuvieron que pegarte ¡bruto!"
El Profesor, sorprendido primero, furioso después, corrige, remarcando las palabras:
-"Tuvieron que pagar tri-bu-to".

El Chavo lee mal. No sólo tiene problemas con sus libros de historia, sino también con las historietas y los libros de cuentos. A su vez, para el Chavo las palabras son lo que dicen, exclusivamente, sin sobreentendidos ni metáforas (la Bruja del 71 es una auténtica bruja, con pócimas maléficas y escoba, y no sólo una vieja chismosa). La mala lectura y la extrema literalidad son las bases de su propia lógica. Y con ella desarticula cuanto razonamiento encuentra a su paso.

La vecindad del Chavo está ubicada en un humilde barrio del Distrito Federal de México. Sus habitantes más que amigos son vecinos. Odios, envidias, resentimientos, orgullo y desdén circulan de un personaje a otro, tejiendo la red que los mantiene unidos y que, en muchos casos, constituye el eje de sus vidas. El vecino es el espejo de lo que cada uno no quiere ser, pero que es: pobre, inculto y con escasas posibilidades de revertir su destino. Los personajes adultos responden a estereotipos que vienen heredados de lejos y contra los que no oponen resistencia alguna: la autoritaria ama de casa, la vieja chismosa, el vago y borracho, el profesor engreído y el satisfecho cobrador de rentas. Para ellos la existencia está pautada por una serie de gestos, acciones y palabras que se suceden, una y otra vez, hasta el hartazgo. Incluso, el amor que siente Doña Florinda por el Profesor Jirafales parece la repetición de una telenovela, un mal libreto del que es imposible salir ("¡qué milagro verlo por acá", "no será mucha molestia…" un día tras otro).

En este contexto de conductas prefijadas aparecen los niños. Nada queda en pié con el Chavo y sus amigos, ni los espacios ni el lenguaje ni los símbolos de la autoridad. Si el Señor Barriga recibe un pelotazo que lo tira al piso cada vez que viene a cobrar la renta, tampoco el maestro corre mejor suerte. Cuando Doña Florinda les dice que sólo con el estudio y la lectura podrán parecerse, de grandes, al Profesor Jirafales, los chicos se apresuran a cerrar los libros que estaban leyendo. Ese espejo, indudablemente, resulta aterrador. Pero mientras Quico, la Chilindrina y Ñoño, de una forma u otra, ya empiezan a reflejar los gestos de sus mayores (las picardías de la nena, la superioridad que siente Quico frente a la "chusma" y la ejemplaridad de Ñoño reproducen, sucesivamente, la astucia de don Ramón, el desdén de Doña Florinda y la solvencia del Señor Barriga), es el Chavo el que desestructura, desde la misma base del lenguaje, la vida en la vecindad.

El Chavo no tiene padres ni tutores a la vista; no es un eslabón más de la monstruosa cadena de herencias y de infinitos reflejos. Es un ser único que habita un espacio que, como su barril, rompe la continuidad del mundo construído. La interpretación del lenguaje en su sentido literal provoca una interrupción en el discurso de los otros, que los obliga a recomenzar, una y otra vez. Incluso, cuando intenta descifrar la diferencia entre un término correcto y su mala pronunciación ("¿cómo se dice?…¿y yo cómo dije?… ¿y cómo se dice?…¿y yo
cómo dije?", el Chavo no hace otra cosa que desenmascarar, involuntariamente, siempre involuntariamente, el carácter convencional de las palabras. "¡Es que no me tienen paciencia!" suspira frente a la impotencia y la furia de sus interlocutores. El espacio de la comunicación social queda en un suspenso del que sólo se puede salir con gritos, cachetadas o a través del absurdo.

Pero el Chavo no es un niño rebelde a la autoridad adulta, tampoco un resentido social. Ni siquiera es un chico muy travieso. Y aunque a veces lo parezca, tampoco es tonto. No cuadra en ninguna definición que permita clasificarlo y asimilarlo a la sociedad. Para él, cada encuentro con sus mayores, o con los otros niños, representa la posibilidad de alimentar esta lógica de palabras primeras (de allí su actitud dócil, casi interrogante, lejos de la malicia de la Chilindrina o de la obediencia ciega de Quico). Lógica que, en sus manos, tiene la fuerza de una topadora.
Desposeído, mal lector y fiel a las palabras, al Chavo sólo le queda ser igual a sí mismo. Y esto, con mucha frecuencia, genera violencia en los otros.

viernes, 4 de noviembre de 2011

Anónimo




La vida no puede ser sólo algo de lo cual aferrarse. Es un pensamiento que florece en todas partes, por lo menos una vez. Tenemos una posibilidad que nos hace más libres que los dioses: la de irnos. Es una idea para saborear hasta el fondo. Nada ni nadie nos obliga a vivir. Ni siquiera la muerte. Por eso nuestra vida es una tabula rasa, una tablita que todavía no ha sido escrita y que entonces contiene todas las palabra posibles. Con una libertad similar no podemos vivir como esclavos. La esclavitud está hecha para quien está condenado a vivir, para el que está destinado a la eternidad, no para nosotros. Para nosotros está lo desconocido.

Lo desconocido de ambientes en los cuales perderse, de pensamientos jamás recorridos, de garantías que saltan por el aire, de perfectos desconocidos a quienes regalar la vida. Lo desconocido de un mundo al cual poder donarle los excesos del amor de sí. El riesgo, también. El riesgo de la brutalidad y del miedo. El riesgo de verlo finalmente a la cara, el mal de vivir. Todo esta encuentra quien quiere terminar con el oficio de existir.

Nuestros contemporáneos parecen vivir de oficio. Se enloquecen abarrotados por miles de obligaciones, incluida la más triste -la de divertirse-. Enmascaran la incapacidad de determinar la propia vida con detalladas y frenéticas actividades, con una velocidad que administra comportamientos cada vez más pasivos. No conocen la ligereza de lo negativo.

Podemos no vivir, he aquí la más bella razón para abrirse paso con fiereza hacia la vida. “Para dar las buenas noches a los músicos siempre hay tiempo; lo mismo vale darse vuelta y jugar” -así habla al materialismo de la alegría-.

Podemos no hacer, he aquí la más bella razón para actuar. Recogemos en nosotros mismos la potencia de todos los actos de los que somos capaces, y ningún amo podrá quitarnos la posibilidad del rechazo. Aquello que somos y que deseamos comienza con un no. De allí nacen las únicas razones para levantarse a la mañana. De allí nacen las únicas razones para ir armados a asaltar un orden que nos sofoca.

Por un lado está lo existente, con sus costumbres y sus certezas. Y de certezas, este veneno social, se muere.

Por el otro lado está la insurrección, lo desconocido que interrumpe en la vida de todos. El posible inicio de una practica exagerada de la libertad.

El orígen del mundo




Hacía pocos años que había terminado la guerra de España y la cruz y la espada reinaban sobre las ruinas de la República. Uno de los vencidos, un obrero anarquista, recién salido de la cárcel, buscaba trabajo. En vano revolvía cielo y tierra. No había trabajo para un rojo. Todos le ponían mala cara, se encogían de hombros o le daban la espalda. Con nadie se entendía, nadie lo escuchaba. El vino era el único amigo que le quedaba. Por las noches, ante los platos vacíos, soportaba sin decir nada los reproches de su esposa Beata, mujer de misa diaria, mientras el hijo, un niño pequeño, le recitaba el catecismo.
Mucho tiempo después, Joseph Verdura, el hijo de aquel obrero maldito, me lo contó. Me lo contó en Barcelona, cuando yo llegué al exilio. Me lo conto: él era un niño desesperado que quería salvar a su padre de la condenación eterna, y el muy ateo, muy tozudo, no entendía razones.
- Pero papá -le dijo Joseph, llorando-. Si dios no existe ¿quién hizo el mundo?
- Tonto -dijo el obrero cabizbajo, casi en secreto- Tonto. Al mundo lo hicimos nosotros, los albañiles.






Eduardo Galeano